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04 octubre 2006

Un forastero en mi ciudad
Dicen que recordar es volver a vivir, sobretodo si es acompañado de una cuantas chelas y con los amigos que nunca faltan. Una mañana amanecí sin ganas de ir a clase, para variar, y solo a mí se me ocurre llevar clase los sábados. Sí, es cierto, no existe vida social en el sujeto que veo en el espejo cada vez que me levanto tarde, si es que llego a verlo. Apresurado, si de una comisión sabatina se tratara, intentaba recordar cada trago de las primeras horas del presente día y lo principal: buscar en mi cabeza resaqueada el motivo de celebración del pasado sábado chico.
Llevaba ya medio año alejado de mi juventud, esa juventud llena de ilusiones donde uno puede ser el rey del mundo y el sabio de la montaña a la vez, claro, en estado etílico. No es que sea un egresado de alcohólicos anónimos, ni tampoco abstemio por una religión, simplemente: “tengo trabajos para la U”, “Sorry. No puedo. Tengo que chambear el domingo.”, “Toy en misión”, “etcétera”; varias excusas eran las que incentivaban el resguardo hogareño, no porque los amigos de infancia sean los culpables simplemente porque nuevos amigos te contagian otras costumbres. Tomar donde la coyuntura lo amerite.
El claustro determinaba una absolución a las resacas semanales que en aquellas épocas yo era el consentido de mi libertad. Ahora la conchudés es mi aliada y la que dicta la llegada de una nueva celebración. Pues tomar implica gasto y que mejor remedio del no tomar que enmudecer a tus bolsillos aunque las propuestas de festividad lluevan como si del niño se tratase. Tocadas de timbre, llamadas y mensajes al celular en la madrugada: “mi jato está sola”, “vamos a chupar webon nadie te está pidiendo”, “en el parque nomás”, bueno. No era un acto que me enorgullecía ni tampoco el amanecerme tomando. En fin, a duras penas logré disipar la cultura chupística: chela y mucho ron o viceversa, esta última solución para bajar el ron, dicen algunos, aunque siempre todo termina igual.
Seis meses y un personaje cercano a mi hermano decide saludar a los amigos. Llevaba en Lima laborando un par de años y que mejor que el reencuentro para agarrarnos a botellazos en la puerta de mi casa. Éramos pocos y parió la abuela, toda mi generación apareció como si olieran el alcohol a leguas. No es por menospreciar, ellos también tenían lo suyo pero el olor más que de alcohol era de amanecida. No sé si era yo o eran ellos que entre risas etílicas y más ron las horas pasaban mientras recordábamos las mismas chapas que cuando niños nos hacíamos llamar. Las conversaciones eran las mismas y los reclamos por la ingratitud se mostraban a flor de piel. Me sentí por un momento como el amigo que regresó a Trujillo, no desde otra ciudad sino de otro país; ahora era yo el extranjero que no quería volver a ver un amanecer. Aún sigo escuchando las risas y carcajadas que desde el parque se cuelan por mi ventana en las madrugadas aunque sueño que raras veces esas risotadas se convierten en una llamada de larga distancia y por cobrar.